A pesar de que la vida me llevó por muchos y largos caminos, ofreciéndome la posibilidad de conocer lugares y gente muy diversa, de tener cerca de mí a destacadas personalidades que contribuyeron a mi formación profesional, debo decir que en mi “curriculum vitae” luzco con el mayor de los orgullos el haber sido maestro rural.

No fui una Ángela Peralta Pino, por quien merecidamente hoy los santafesinos celebran el Día de las Escuelas Rurales. A los 17 años, y pocos meses después de recibir mi título de Maestro Normal Nacional, me iniciaba como docente en una escuela de personal único, en la Estancia La Noria, de Saladero Cabal. Y lo hacía pues el formar parte de una familia numerosa, requería que aquellos que podíamos contribuyeramos al presupuesto familiar. Una de las buenas salidas laborales en aquellos tiempos era ejercer como docentes en el campo.

Aula, dormitorio y cocina donde el autor pasò sus dìas como maestro rural. Foto: Gentileza

Fue un año en ese lugar. Aunque la mayoría vivía cercana al casco, varios hijos de puesteros venían a caballo desde los puestos ubicados a varios kilómetros de distancia.

Los fines de semana, no siempre, volvía a mi casa en San Justo haciendo “dedo”. A pesar de los progresos que el mundo logró y que no es necesario explicar, la imagen de maestros en la ruta con el dedo pulgar indicando su deseo de que los trasladen, aún lo podemos ver en nuestras rutas.

El reemplazo en Saladero Cabal duró un año. El destino me lleva luego a Ambrosetti, en el Dpto San Cristóbal. Una pequeña escuela ubicada cercana a tres estancias:  Santa Catalina, La Guasuncha y Don Elías. Y a pocos kilómetros de lo que entonces era conocida como “Colonia Ambrosetti”. A diferencia de la mayoría de las colonizaciones, que se habían constituido con italianos, aquí eran de origen suizo. Un desprendimiento de Santa María Norte y de San Jerónimo, que a finales del siglo XIX poblaron esas tierras.

Con los alumnos de la Estancia La Noria, en Saladero Cabal. Foto: Gentileza

Las peripecias para llegar a la escuela darían para escribir un libro. Quizás tienen poco de originales para quienes ejercieron y ejercen en el medio rural. En mi caso, el medio de transporte era una vieja bicicleta, prestada. La dejaba en Esteban Rams, y cada lunes recorría los 18 kilómetros, varios de ellos entre un monte de chañares y aromitos, cuyas espinas más de una vez me obligaban a repararla allí mismo para poder seguir camino.

Lo mismo sucedía cuando iba de compras o a la estafeta ubicada en el pueblo de Ambrosetti.

Fue mi afición por el fútbol la que me hizo ganar amigos entre los hijos de aquellos descendientes de valesanos y de los criollos que trabajaban en las estancias. Y pasé a formar parte de sus familias. Porque así era en esos tiempos. Llegabas a una casa, y no sólo invitaban a compartir la mesa, sino que podías quedarte a dormir, sin demasiados problemas. Además, eras “el maestro”.

Momento en que finalizaba la obra teatral «M» hijo el dotor» Foto: Gentileza

Ya la soledad de la escuela no lo fue tanto. Compartimos momentos que nos llevaron incluso a preparar una obra de teatro con los hijos de los tamberos, adolescentes casi todos.

Allí fue cuando se despertó mi vocación. Me gustaba el ambiente de campo. Me gustaba su gente. Que se sacrificaba, muchísimo más que ahora, para ordeñar cada día, llevar la leche a la cremería. Volver de un baile, cambiarse de ropa y a juntar las overas. Y así todos los días del año.

Pensé que podía hacer algo para que esas cosas fueran distintas, aunque no tenía en claro qué y cómo. Por esas cosas fortuitas de la vida, la oportunidad de estudiar llegó y así fue como en Corrientes estudié Agronomía. Y volví al lugar que me vio como maestro, a poner un grano de arena para que las cosas cambien.

Asi, tirando de la teta, el autor empezó su relación con la lechería; actividad de la que más adelante sería especialista. Foto: Gentileza

Muchas rutas argentinas debí recorrer por mis diversos trabajos como ingeniero agrónomo. Y nunca dejé a un maestro en el camino. Cada vez que me detenía para acercarlos a sus escuelitas, incluso a veces desviando mi camino original, volvía a mi mente aquel maestrito rural haciendo dedo, en bicicleta y a veces a caballo.

Duele, sí, que estas historias se repitan. Que nuestro país no haya sido capaz de eliminar la imagen de maestros llegando de cualquier modo a las escuelas, donde lo esperan pequeños ansiosos de tener las mismas oportunidades que los que viven en la ciudad. Vaya entonces el homenaje para esos maestros de verdad.

FUENTE: Hernan Pueyo/Campolitoral 

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